Para Piaget el desarrollo de la inteligencia es un
proceso en el que el niño progresa desde unos cuantos esquemas simples
(reflejos) que le permiten las primeras adaptaciones simples hacia esquemas de
conocimiento formales que le permiten interactuar con la realidad y razonar de
forma abstracta para adaptarse completamente a ella.
Cuando el niño nace, dispone solamente de unos
cuantos reflejos simples (como el reflejo de succión o palmar) producto de la herencia
genética. Pero estos reflejos no son pasivos, sino que muestran desde el
comienzo una auténtica actividad,
primero a través del propio ejercicio de los reflejos (el bebé practica
el reflejo de succión y mediante el proceso de asimilación lo generaliza a
otros objetos). Posteriormente, partiendo siempre de las acciones del niño, se
van integrando los reflejos en esquemas más generales, en esquemas de acción
(reflejo palmar se integra en el esquema de prensión) y se coordinan diferentes
esquemas que permiten coordinar las acciones del bebé sobre los objetos.
En esta primera etapa, las acciones del sujeto sobre
los objetos son manipulaciones directas, basadas en las sensaciones corporales
en las que todavía no intervienen ni el lenguaje ni la representación. Sin
embargo a partir de los 2 años, la acción del niño sobre los objetos se
modifica de forma sustancial gracias, en un principio, a la aparición de la
función simbólica que le capacita para representarse objetos y acontecimientos.
La función simbólica permite, entre otras cosas, la
adquisición del lenguaje. A través del lenguaje los niños ya pueden reconstruir
sus acciones pasadas como un relato y anticipar acciones futuras mediante la
representación mental. El lenguaje también posibilita la interacción social, el
pensamiento (a través de la interiorización de la palabra) y, fundamentalmente,
la interiorización de la acción (la reconstrucción en el plano del pensamiento
de las acciones y de los resultados de las mismas). Por ejemplo, los niños son
capaces de representarse en el plano del pensamiento que cuando un objeto se
oculta, no desaparece, sin necesidad de comprobar directamente que sigue en el
mismo sitio.
Sin embargo, el incipiente pensamiento para el que
capacita la función simbólica está basado en casos individuales. Así el niño de
2-3 años no puede distinguir entre “el” gato particular y “los” gatos. Sin embargo,
aunque los preconceptos no tienen todavía suficiente grado de generalidad, son
ya representaciones mentales: están ligados a un símbolo y no a la acción con
los objetos. Por ejemplo, el niño puede señalar un dibujo de un gato o
pronunciar la palabra “gato”, para referirse a un concepto mental (un animal) y
no sólo al gato (real) que está viendo. Desde los 4 hasta los 7 años,
aproximadamente, el pensamiento preconceptual evoluciona hacia el razonamiento
intuitivo que permitirá ir construyendo leyes físicas intuitivas de cómo son
los objetos del mundo y de sus relaciones. Sin embargo, este tipo de
razonamiento está centrado todavía en los rasgos perceptivos más salientes de
los objetos y sólo puede tener en cuenta una única dimensión de los objetos.
Por ejemplo, a partir del juego con una bola de
plastilina, una niña de 5 años puede descubrir que a medida que se alarga el
trozo de plastilina, se hace también más estrecho, y a la inversa, pero todavía
no es capaz de darse cuenta de que la cantidad de plastilina permanece
constante pese a las deformaciones perceptivas que se puedan producir.
A partir de experiencias como ésta, puede llegar a
tomar conciencia de que longitud y grosor no son dimensiones
independientes de los objetos sino que
varían de forma coordinada (a medida que se alarga la bola se hace más
estrecha, y viceversa) y deducirá que la cantidad de plastilina permanece
constante aunque cambie su forma. Pero para tomar conciencia de ello, todavía
necesita tener la plastilina presente para poder manipularla.
No será hasta los 6-7 años cuando esta niña pueda
realizar mentalmente estas transformaciones y tome conciencia de las
coordinaciones entre longitud y grosor que se producen como resultado de las
mismas. A estas “acciones mentales”, es decir, a la capacidad de realizar transformaciones
sobre los objetos de forma “virtual”, a las acciones interiorizadas, es a lo
que Piaget denomina operaciones mentales. Desde los 6-7 años hasta los 11
aproximadamente, Piaget habla de operaciones concretas porque todavía están
ligadas a contenidos concretos.
A partir de los 11-12 años, se produce una
transformación del pensamiento que permite a los adolescentes razonar de modo
hipotético-deductivo, es decir, de forma abstracta, sobre situaciones o enunciados
verbales que no tienen una conexión directa con la realidad. Para Piaget,
durante este período se alcanza la plenitud del pensamiento.
Los estadios por los que los niños pasan siempre
siguen un orden secuencia y fijo, igual para todos los individuos, y por tanto,
de carácter universal. Sin embargo, pueden existir ligeras variaciones en
cuanto a la edad en que los estadios se manifiestan.
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